lunes, 27 de agosto de 2012

un monton de redes que no atrapan agua.

Los jirones de pelo que quedan atrapados entre mis dedos están ansiosos por verse nuevamente ubicados donde estaban. Con su paz, con su tranquilidad, con su cuero cabelludo al naciente y al poniente.
Es que no te gusta que te toquen el pelo, ni los jirones de pelo, ni la maraña de pelo, ni el pelo en la espalda o la espalda en el pelo que se agranda llegando a los hombros. 
La mirada en el espejo, el sacudón del jiron del pelo, el pelo paseándose por toda la casa, las casas, los barrios, las bicis, los colectivos, los cuba libres, los colchones, los bancos de plaza, los perros, el verdadero perro pequeño, la comida entremezclada en las manos de las uñas de la masa del horno por encenderse, el amor hecho de jirones de pelo y pelos creciendo en la raíz a punto de crecer de nuevo.
El vecino dejándome entrar, el ladrido de los perros, el chirrido de las puertas, las puertas altas, las altas noches, las noches en la terraza, el sexo en la terraza, la terraza tremenda llena de puchos, porros y porrones.
Los besos.
tímidos, nerviosos, ajenos, robados, estresados, abrazados, pálidos, retóricos, de película, con aliento, sin aliento, despojados del mundo en el que vivimos sumergidos la burbuja dentro de la burbuja, enojados -no, enojadísimos, por no habernos amado dos segundos antes-.
El pedazo de mantel que compartimos y las manos que se atan en un hermoso suicidio de caricias enteras, las mañanas a medias, las medias inencontrables a la mañana. El triunfo de haberlas encontrado un mes después.
Resucitar y morir en el mismo día, en ese orden. En el desorden incontrolable que es amarnos, en la nueva respuesta del día siquiente,
el día siquiente,
los jirones de pelo que sobrevuelan tu figura cuando me acuerdo de tenerte, sobretodo en la mente.

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